quarta-feira, novembro 19, 2014

Le preguntaron por los persas


a la imaginación del pintor Matta y, desde luego, a Darío

Su territorio dicen que es enorme, con mares por muchos sitios, desiertos, grandes lagos, el oro y el trigo.
Sus hombres, numerosos, son manchas monótonas y abundantes que se extienden sobre la tierra con mirada de vidrio y ropajes chillones.
Pesan como un fardo sobre la salpicadura de nuestras poblaciones pintorescas y vivaces,
Echadas junto al mar: junto al mar rememorando un pasado en que hablaban con los dioses y les veían las túnicas y las barbas olorosas a ambrosía.
Los persas son potentes y grandes: cuando ellos se estremecen, hay un hondo temblor, un temblor que recorre las vértebras del mundo.
Llevan por todas partes sus carros ruidosos y nue­vos, sus tropas intercambiables, sus barcos ates­tados cuyos velámenes hemos visto en el ho­rizonte.
Arrancan pueblos enteros como si fueran árboles, o los desmigajan con los dedos de una mano, mientras con la otra hacen señas de que pro­siga el festín;
O compran hombres nuestros, hombres que eran libres, y los hacen sus siervos, aunque puedan marchar por calles extrañas y adquirir un pa­lacio, vinos y adolescentes:
Porque ¿qué puede ser sino siervo el que ofrece su idioma fragante, y los gestos que sus padres preservaron para él en las entrañas, al bárbaro graznador, como quien entrega el cuello, el flanco de la caricia a un grasiento mercader?

Y nosotros aquí, bajo la luz inteligente hasta el dolor de este cielo en que lo exacto se hace azul y la música de las islas lo envuelve todo;
Frente al mar de olas repetidas que alarmado nos trae noticias de barcos sucios;
Mirando el horizonte alguna vez, pero sobre todo mirando la tierra dura y arbolada, enteramente nuestra,
Aprendiendo unos de otros en la conversación de la plaza pública el lujo necesario de la verdad que salta del diálogo,
Y conocedores de que las cosas todas tienen un orden, y ha sido dado al hombre el privile­gio de descubrirlo y exponerlo por la sorpren­dente palabra,
Conocedores, porque nos lo han enseñado con sus vidas los hombres más altos, de que existen la justicia y el honor, la bondad y la belleza, de los cuales somos a la vez esclavos y custodios,
Sabemos que no sólo nosotros, estos pocos rodeados de un agua enorme y una gloria aún más enorme,
Sino tantos millones de hombres, no hablaremos ese idioma que no es el nuestro, que no puede ser el nuestro.
Y escribimos nuestra protesta —¡oh padre del idio­ma!— en las alas de las grandes aves que un día dieron cuerpo a Zeus,
Pero además y sobre todo en el bosque de las armas y en la decisión profunda de quedar siempre en esta tierra en que nacimos:
O para contar con nuestra propia boca, de aquí a muchos años, cómo el frágil hombre que ven­c¡ó al león y a la serpiente, y construyó ciuda des y cantos, pudo vencer también las fuerzas de criaturas codiciosas y torpes,
O para que otros cuenten, sobre nuestra huesa convertida en cimiento, cómo aquellos antecesores que gustaban de la risa y el baile, hicieron buenas sus palabras y preservaron con su pecho la flor de la vida.

A fin de que los dioses se fijen bien en nosotros, voy a derramar vino y a colocar manjares preciosos en el campo: por ejemplo, frente a la isla de Salamina.

- Roberto Fernández Retamar

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